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ISSN 1989-4163

NUMERO 103 - MAYO 2019

 

Miguel de Cervantes, Octavio Paz: Dos Ventanas/Una Sola Mirada

Edgard Cardoza

En 1990, en el discurso de recepción del Premio Nobel de literatura, Octavio Paz confiesa: “mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español. Mi diálogo con estos autores se realiza en el interior de la misma lengua”.

Cuando Paz habla de los clásicos españoles presentes en sus reflexiones y escritos, seguramente en ese selecto grupo (además de los nombres señalados) se encuentra Miguel de Cervantes Saavedra. Ambos autores convergen en el tratamiento de ciertos temas: el rescate del léxico popular, el reconocimiento de lo local como vía insoslayable hacia una visión universal, y por qué no, su devoción por la poesía, aún cuando Cervantes se asumía claramente como poeta de segundo orden. “Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo”: es lo que opina el autor español acerca de su propia poesía, en el primer capítulo del Viaje del Parnaso. Aún con tal conciencia de sus limitaciones como poeta, Miguel de Cervantes dedica muchas páginas de su obra (en el libro antes citado, los Entremeses, las Novelas Ejemplares y en El Quijote mismo) al regodeo del prurito poético. El novelista genial, el instaurador de la nueva visión de este género literario como tal, disfruta haciendo mala poesía. Octavio Paz, quien se sabe y se declara ‘poeta’, dedica la mayor parte de su obra a la práctica del género ensayístico.

Miguel de Cervantes Saavedra, representa hacia iberoamérica, la influencia más claramente ubicable de la lengua de Castilla, reino bajo cuyo auspicio, en el año 1492, Cristóbal Colón, descubre y toma posesión para ese reino, de las tierras del llamado “nuevo mundo”. Octavio Paz, por su parte, es síntesis de la evolución transoceánica del idioma de Cervantes, y sobre todo, un recuperador infatigable y profundo de lo que él llamaba el “alma nacional de México” en sus tres grandes momentos: el precolombino, el novohispano, y el país moderno a la luz de su pasado.

Cervantes es maestro y señor del rejuego imaginario, confirmado esto en la solvencia y espontaneidad de sus personajes y en sus extravagantes propuestas narrativas. Al hilvanar segmentos irregulares, a veces caprichosos como la vida misma, junto a historias en permanente corrección, Cervantes se resiste al flujo acomodaticio de actos y palabras, y nos sugiere que la desmesura de hoy puede ser perfectamente lo rutinario de mañana. Que el rendirse a la rutina significa la muerte. Que la naturalidad y el desenfado son preciosos fragmentos de vida sin tiempo. Todo esto llevado a su máxima significación en Don Quijote de la Mancha.

El decir de Octavio Paz se mueve en el otro extremo, en los límites del lenguaje y de las estructuras. Es su pasmosa lucidez la que equilibra los riesgos emprendidos y lo convierte en maestro.

Con Cervantes, la prosa en español inaugura nuevos rumbos. En La Galatea hace ya coincidir sin discordia, prosa y poesía. En las Novelas Ejemplares renueva el antiguo ejercicio de ficción pura (a la manera del Amadís de Gaula) y lo vuelve realista a través de la ejemplaridad y llaneza de los temas. En don Quijote, génesis de la nueva novela en español, integra en una misma búsqueda, la poesía en su forma tradicional, el humor popular, la crítica social, el diálogo dramático, la descripción poética de la naturaleza, la historia propiamente dicha (recordemos que el relator de los acontecimientos, Hamete Benengeli, es un historiador); y la novela como narración breve de ficción, según se entendía en aquellos tiempos. Todo esto fluyendo bajo la regencia desgobernada y desgobernante de don Quijote y Sancho Panza.

Sólo para contribuir a aclarar esta ambigüedad del término novela en Cervantes, cito un fragmento del libro Cervantes raro inventor (Javier Blasco, Cervantes raro inventor, Edit. Centro estudios cervantinos, Alcalá de Henares, 2005): “aunque Cervantes utiliza en varios lugares el término novela, el significado dista mucho de lo que nosotros hoy entendemos cuando lo utilizamos. En esencia, para Cervantes ‘novela’ es una narración breve, a la manera de la novela italiana. Basta recordar que, cuando se refiere al Quijote, a La Galatea, al Persiles, la denominación que usa es la de ‘libro’ o la de ‘historia’, nunca la de ‘novela’, aunque conozca bien el término. Y sí que la usa, sin embargo, cuando se refiere a los episodios intercalados (como la ‘Novela del Curioso Impertinente’ del Quijote de 1605 o de ‘Las Ejemplares’)”.
Por otro lado, Octavio Paz, que se sepa, no construyó nunca una novela (Paz alguna vez confesó que El laberinto de la soledad, quiso en cierto momento ser una novela).  Podríamos afirmar que incursionó en el cuento, si calificamos como tales los textos de ARENAS MOVEDIZAS, libro de 1949. Paz fue sobre todo poeta y ensayista. Pero no cometeríamos ningún sacrilegio si imaginamos el conjunto de su obra como una abierta y amplísima novela conformada en juego de cajas chinas, del tipo de Don Quijote de la Mancha.

Con Don Quijote de la Mancha, Cervantes despliega en un mismo ejercicio prácticamente todos los géneros literarios. Encontramos breves oasis de poesía para solaz de personajes y lectores, novelas a la usanza de la época, momentos teatrales (además del hecho de que el Quijote inicia como comedia y se va volviendo tragedia al transcurrir la trama), y evidentes incursiones en el terreno de la crítica literaria, como ocurre en el capítulo sexto del primer Quijote,con referencias a su propia Galatea:

“-La Galatea de Miguel de Cervantes –dijo el barbero.

-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará la misericordia que ahora se le niega –dijo el cura”.

Aunque es quizá desproporcionado el querer comparar las obras de estos dos autores, pues se mueven en géneros y estilos diferentes y hay entre ellos una brecha aproximada de cuatro siglos, existen rasgos de azar y búsquedas que los hermanan. De la misma manera que ‘El Quijote’ inició su recorrido de siglos con tan buena estrella, ‘El Laberinto de la Soledad’ fue un acontecimiento (desde su primera edición en 1950), que cimbró y agregó signos de identidad a la sociedad que le dio origen. ‘Don Quijote De la Mancha’ es un verdadero tratado del ser del español, de la misma manera que ‘El Laberinto de la Soledad’ es una radiografía del ser del mexicano.
Y podemos seguir encontrando afinidades. En el capítulo segundo de El laberinto de la Soledad (Máscaras Mexicanas), leemos: “Su lenguaje (el del mexicano) está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arcoíris súbitos, amenazas indescifrables…” Vayamos ahora a este fragmento del capítulo XIX del primer Quijote: “Desa suerte –dijo Don Quijote-, quitado me ha nuestro señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro alguno lo hubiera muerto (no Dios); pero habiéndolo muerto quien le mató no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios”. Cuando Paz se refiere al lenguaje del mexicano, pudiera perfectamente trasladar esos mismos elementos para calificar este fragmento del Quijote.

Más adelante, en el mismo capítulo citado anteriormente, señala Octavio Paz: “El ideal de la hombría consiste en no rajarse nunca. Los que se abren son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, agacharse, pero no rajarse, esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El rajado es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, incapaz de afrontar los peligros como se debe”.
Atendiendo a lo dicho por Paz, don Quijote encajaría muy bien en el concepto de hombría del mexicano. Don Quijote no se raja nunca, el ideal caballeresco del ‘caballero de la triste figura’, afronta con un valor muy a la mexicana los peligros que su imaginación ha creado. Don Quijote es apabullado, humillado, burlado, pero el amor propio –su hombría diría Octavio Paz-, en este caso su amor bragado y a la vez tierno hacia Dulcinea del Toboso, lo levantan siempre de la ignominia, lo proyectan a desafiar nuevos peligros, nuevas aventuras propias del más humilde y poético de los caballeros andantes.  

Igual que el mexicano delineado por Paz, don quijote es un ser solitario y triste, por eso sale al campo en busca de rebaños para llenar sus sueños, de ahí también su obsesión por los espacios abiertos: sólo afuera en el contacto y vecindad de los otros, la soledad es soportable. Pero la soledad tiene corazón de culpa. Y el doloroso reclamo interior que se hace el mexicano es que a pesar de su hombría hace ya algunos siglos permitió el amasiato con seres de raza y costumbres extrañas y traicionó a su tierra y a sus dioses al permitir en sus dominios la entrada del dios blanco. Por eso, según paz, el mexicano “no trasciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella”. Vive muriendo para expiar su culpa, ríe para no llorar. El mexicano hace burla de la muerte que efectivamente le horroriza y de paso le revela sus ecos ancestrales. Ríe ante su propia desgracia, se ríe de la muerte y con la muerte para ahogar en el sonido dizque cantarino de la risa, el terror y la culpa. Escuchemos paz en El laberinto de la soledad: “Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta”.

Don Quijote no hace escarnio de la muerte, más bien la enfrenta con estoico valor. Ante el peligro, la risa no visita su rostro, pero brilla en su cuerpo y movimientos para quienes lo observen o imaginen. Los riesgos que enfrenta –aunque creados por su imaginación- son reales para el propósito de lo que se cuenta: los molinos de viento no son en verdad gigantes, pero la usencia en ellos de raciocinio los vuelve doblemente peligrosos para lo real y para lo ficticio. Y ahí va Don Quijote, el hombre-risa de semblante adusto, a oponer la frescura de sus actos, sus sonrientes alucinaciones a la cruel y pesada realidad. Don quijote es la risa misma actuando en la amplitud de todo su espontáneo, estruendoso proceder: el alma que se burla de los prejuicios de su época en las personificaciones del cura, del barbero, de los duques, de Sansón Carrasco; la hilaridad franca ante los trasnochados moldes de cultura, el regocijo tierno y cándido del amor platónico de don Quijote por Dulcinea, y al final, la impotente y triste carcajada de la muerte frente a ese espejo abrasador llamado realidad.

Don Quijote es una suma de incoherencias que se van volviendo armónicas al marchar al encuentro de sí mismas a través del ejercicio del libre albedrío. Nuestro hombre-risa vive huyendo de lo real y muere asfixiado por la realidad. Había nacido del fastidio existencial de Alonso Quijano y muere de la tristeza de ver la realidad ondeando triunfadora sobre el campo de sus sueños: aquel lugar de La mancha de cuyo nombre Hamete Benengeli, el narrador de la novela, no quiere acordarse. Asunto contradictorio, como el genio y figura que Paz deduce en el mexicano.

Son estos despropósitos los que hacen del Quijote un libro capaz de resistir las más variadas y disímbolas apreciaciones. Puede ser leído como cuento de hadas, en donde un príncipe llamado don Quijote de la Mancha, lucha -al lado de su escudero Sancho Panza- por el amor de la princesa Dulcinea del Toboso; es también una novela de aventuras en la que el ideal del protagonista es siempre la justicia en su más alta significación; es una novela picaresca de continuadas sorpresas humorísticas; y a veces se comporta como texto de reflexión ética (recordemos el discurso sobre la doctrina de los caballeros andantes en el capítulo XVIII del segundo tomo); entre otras lecturas. Esa capacidad de sugerencia tan diversa es donde estriba la mayor riqueza del El Quijote. Es por eso que el tiempo no lo oxida sino lo pule y le confiere nuevos rostros que trascienden el tiempo.

Pero así como esta obra ha resistido tan saludablemente el paso de los siglos, en ocasiones también ha suscitado acaloradas polémicas. Mientras algunos estudiosos –sobre todo en nuestro idioma- la han considerado la mejor novela jamás escrita, otros como el crítico y novelista ruso Valdimir Navokov disminuyen sus dones. Afirma este autor en su Curso sobre el quijote (Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote, Ediciones B, S. A., Barcelona, 1997): "Se ha dicho del Quijote que es la mejor novela de todos los tiempos. Esto es una tontería, por supuesto. La realidad es que no es ni siquiera una de las mejores novelas del mundo, pero su protagonista, cuya personalidad es una invención genial de Cervantes, se cierne de tal modo sobre el horizonte de la literatura, coloso flaco sobre un jamelgo enteco, que el libro vive y vivirá gracias a la auténtica vitalidad que Cervantes ha insuflado en el personaje central de una historia muy deshilvanada y chapucera, que sólo se tiene en pie porque la maravillosa intuición artística de su creador hace entrar en acción a don Quijote en los momentos oportunos del relato. Por otro lado, es posible que el Quijote sea más importante por su difusión excéntrica que por su valor intrínseco”.

Hay algo irrefutable en este libro: el humor y el amor que campean y hasta desbordan sus cauces puramente literarios. Cuando el humor calla es el amor quien toma la palabra, y viceversa. Los refranes, las anécdotas raras y hasta inverosímiles como la de ‘El curioso impertinente’, el comportamiento desenfadado de ciertos personajes, dan a la obra un apetecible sabor de cercanía. “Historia desilvanada y chapucera”, le llama Navokov. Lo que sucede es que en esta novela no hay situaciones resueltas de antemano, todo va construyéndose –como la vida misma- al paso del tiempo y según la realidad dentro de la ficción (verosimilitud) que va adquiriendo cada personaje o situación particular.

El humor, según Paz, es uno de los rasgos distintivos del mexicano. Por tal razón, creo, el Quijote ha sido tan bien entendido en México. El mexicano hace mofa de todo, empezando por la muerte. Octavio Paz ha dedicado muchas páginas de su obra a dilucidar el fenómeno de la risa en el mexicano. Conjunciones y disyunciones(Octavio Paz, Conjunciones y disyunciones, Joaquín Mortiz, México, 1991), es un escrito que comenzó como prólogo a Nueva picardía mexicana de Armando Jiménez, pero rebasó las expectativas del autor y luego se convirtió en libro. Aquí, Octavio Paz hace un profundo estudio del lenguaje cifrado o alegórico, los cuentos colorados y lo que en México se conoce como “albur”. “La risa –infiere Paz en este libro- y en general lo cómico, son los estigmas del pecado original o, para decirlo en otros términos, los atributos de nuestra humanidad, el resultado de nuestra separación del mundo natural”.

Del proverbial humor del mexicano prácticamente no escapa nada. Son objetos de risa, la política, la familia, los personajes y mitos religiosos (a pesar de ser el mexicano un pueblo tan devoto), el hombre en todas sus expresiones posibles, los objetos cotidianos, el reino animal, la diversidad sexual, y como ya se ha dicho, hasta la misma muerte. Todo es abarcable y retorcible por el chiste y el albur.

En el Quijote lo originalmente humorístico se da no tanto en el lenguaje mismo como en su rejuego imaginario. “El verbo quijotesco –apunta Navokov en el libro ya mencionado- así como los chascarrillos y los refranes de Sancho, no suscitan gran hilaridad, ni por sí mismos ni por su acumulación repetitiva”. Pero las acciones a contralógica si mueven a la risa de inmediato, o cuando menos, a compasivo asentimiento. Los rasgos físicos de don Quijote (gran osamenta, lunar en la espalda, riñones enfermos, miembros flacos, cara triste y enjuta) y los de Sancho Panza (barba desaliñada, nariz de porra, piernas flacas, barriga prominente), el creativo surtido de armas oxidadas, la deplorable contextura de Rocinante, sumados a los innúmeros actos aparentemente ridículos o desaforados, hacen de esta novela un monumental himno de frescura y originalidad, un manifiesto de albedrío imaginante más que de magia verbal. En fin, la narrativa se trata, entre otras cosas, de construir personajes que sostengan el entramado del relato.
Aunque, en el sentido de un manejo ingenioso del lenguaje, el humor a la mexicana hallaría mejor y puntual correspondencia en algunos entremeses. Para muestra este entremés en verso: La elección de los alcaldes de Daganzo. Con el propósito de elegir alcalde, están reunidos los importantes del pueblo (el bachiller Pezuña, el escribano Pedro Estornudo y los regidores Panduro y Alonso Algarroba). Tales personajes son presentados caricaturescamente  a través de los peores defectos achacados a los políticos de todas la épocas: cínicos vividores provistos de lenguaje y actitudes incongruentes, hombres arrellanados en la hipocresía de sus cómodos sillones, cuyo único fin es esquilmar al pueblo al que pretenden guiar y proteger. Los candidatos son cuatro labradores (Juan Berrocal, Francisco de Humillos, Miguel Jarrete y Pedro de la Rana) que exponen ante el pleno de aquella cámara grotesca, sus principales atributos. Berrocal dice ser un campeón en Ciencia Alcohólica, y según él, “sesenta y seis sabores estampados / tiene en el paladar / todos vináticos”, además, “armado a lo de Baco / podría prestar leyes a Licurgo”. Humillos no sabe leer, pero sabe otras cosas importantes: “cuatro oraciones ha memorizado y las reza / cada semana cuatro o cinco veces”. Jarrete apenas deletrea, “pero calza un arado bravamente / es sano de sus miembros, y no tiene / sordez ni cataratas, tos ni reumas”. Y finalmente, Pedro de la Rana, es un hombre modesto / que puede hablar diez horas de sí mismo / sin repetir sentencia ni adjetivo. Como si sucediera el día de hoy, Pedro de la Rana, que croa como tal, por el falso atributo de su verbo y por sus expresivos ademanes, es el hombre elegido.

En cuanto a alusiones directas de Cervantes en la obra de Octavio Paz, podríamos mencionar algunas de las aparecidas en El arco y la lira(Octavio Paz, El arco y la lira, Editorial FCE, 1967, México), en donde paz reflexiona sobre el fenómeno poético en general, y su relación con los géneros literarios tradicionales y la historia misma de la literatura. En el apartado ‘Ambigüedad de la novela’, señala Octavio Paz: “La duda del héroe novelesco sobre sí mismo también se proyecta sobre la realidad que lo sustenta. ¿Son molinos o son gigantes lo que ven don Quijote y Sancho? Ninguna de las dos posibilidades es la verdadera, parece decirnos Cervantes: son gigantes y son molinos. El realismo de la novela es una crítica de la realidad y hasta una sospecha de que sea tan irreal como los sueños y las fantasías de don Quijote”… “Lo sublime grotesco está cerca del humor, pero no es aún humor. Ni Virgilio ni Homero lo conocieron; Ariosto parece presentirlo, pero sólo nace con Cervantes. Por obra del humor, Cervantes es el Homero de la sociedad moderna”… “El humor vuelve ambiguo lo que toca: es un implícito juicio sobre la realidad y sus valores, una suerte de suspensión provisional, que los hace oscilar entre el ser y el no ser. El mundo de Ariosto es descaradamente irreal y lo mismo ocurre con sus personajes. En la obra de Cervantes hay una continua comunicación entre realidad y fantasía, locura y sentido común. La realidad castellana, con su sola presencia, hace de don Quijote un esperpento, un personaje irreal; pero de pronto Sancho duda y no sabe ya si Aldonza es Dulcinea o la labradora que él conoce, si Clavileño es un corcel o un pedazo de madera. La realidad castellana es la que ahora vacila y parece inexistente. La desarmonía entre don Quijote y su mundo no se resuelve, como en la épica tradicional, por el triunfo de uno de los principios sino por su fusión. Esa fusión es el humor, la ironía. La ironía y el humor son la gran invención del espíritu moderno”. Y concluye el autor en el mismo capítulo: “Cervantes desprende la novela del poema épico burlesco; su mundo es indeciso, como el del alba y de ahí el carácter alucinante de la realidad que nos ofrece. Su prosa colinda a veces con el verso, no sólo porque con cierta frecuencia incurre en endecasílabos y octosílabos, sino por el empleo deliberado de un lenguaje poético”.

A pesar de lo dicho por Paz, el Cervantes poeta no alcanzó nunca la altura del Cervantes prosista. Su poesía depende mucho de la forma, es demasiado directa y simple en el uso de los elementos que la configuran y está muy lejos de la altísima capacidad de sugerencia de los personajes que actúan en su novela. Es poético, sí, el idealismo de don Quijote y la sutil atmósfera que emana de él, más su poesía como tal, funciona bien como ornamento de su prosa, pero definitivamente desmerece cuando se le analiza como entidad independiente. A diferencia de Octavio Paz, en quien el poeta y el prosista se mueven a alturas similares y hasta se complementan, en Cervantes, el taumaturgo que imbuye a los personajes de su novela de un aliento inimitablemente mágico, dista mucho del poeta.

Octavio Paz dedicó mucho de su tiempo a experimentar con la poesía. De esta lucha consigo mismo y con el ente poético, nos ha dejado memorables poemas. Para muestra, cinco magníficos botones: NOCTURNO DE SAN ILDEFONSO, SALAMANDRA, LA GUERRA DE LA DRÍADA O VUELVE A SER EUCALIPTO, BLANCO y especialmente PIEDRA DE SOL. Como se señala al principio de este escrito, en la obra de Paz está presente, siempre, la obra iluminadora de sus maestros. En libros (de poesía) como SALAMANDRA, VUELTA, ÁRBOL ADENTRO, encontramos ecos sublimados de tales influencias: poemas breves a lo José Juan Tablada o el haikú japonés, caligramas al más puro estilo Apollinaire, construcciones verbales que nos recuerdan a Vallejo o Huidobro, textos conceptuales de factura pessoiana, o ejercicios de purismo poético bajo el sello Mallarmé. Hablando específicamente de PIEDRA DE SOL, sería imposible explicarnos la génesis y concepción de este inmenso poema, sin el aliento de tres momentos cumbres de la lírica mexicana: PRIMERO SUEÑO de Sor Juana Inés de la Cruz, MUERTE SIN FIN de José Gorostiza, y CANTO A UN DIOS MINERAL de Jorge Cuesta. Con PIEDRA DE SOL, la poesía mexicana que tuvo su infancia en Sor Juana, cumple su ciclo de maduración y se integra ya con identidad propia a las grandes tradiciones poéticas del mundo.

“La poesía es una ventana” vociferó alguna vez el español León Felipe, poeta quijotesco y quijoteano en cuando a su concepción de la vida y la poesía. Dejemos por hoy al “caballero de la triste figura” descansar sus hazañas en el pretil de la ventana de los versos que inician y culminan PIEDRA DE SOL:

“Un sauce de cristal, un chopo de agua, 
un alto surtidor que el viento arquea, 
un árbol bien plantado mas danzante, 
un caminar de río que se curva, 
avanza, retrocede, da un rodeo 
y llega siempre:”

 

 

 

 


 

 

Don Quijote 

 

 

 
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